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Paco Ignacio Taibo II
Casi 40 años y no se olvida
Artículo puesto en línea el 14 de noviembre de 2007
última modificación el 13 de mayo de 2008

A lo largo de las semanas recientes he vuelto a contar mi versión del
movimiento de 1968. Fuerzo la memoria, rasco en los recuerdos, intento
interpretaciones, definiciones. He hablado en un mercado, en un tianguis
de libros en la plaza mayor de Tlalpan, en una escuela. El espacio
previsto está desbordado, hay gente sentada en el suelo, parados en las
últimas filas. Los ojitos le brillan al personal; y no por mis dotes de
narrador oral, sino porque estoy convocando a un fantasma.

No deja de sorprenderme el interés, la persistencia de la memoria, el
atractivo del pasado reciente.

Entre los asistentes hay algunos veteranos. Veo a lo lejos al Che, que
ahora vende juguetes educativos, y que protagonizó durante los primeros
días del movimiento una batalla brillante para quitar de las manos de la
gandalla la dirección del movimiento en la escuela de derecho de la UNAM,
y que pasó por la cárcel; hay una ex estudiante de Prepa Uno que devino
maestra de primaria; hablo con una pareja de doctores que estudiaban
Medicina en la UNAM; reconozco a uno de los dirigentes del movimiento en
Voca 7 y me da gran placer verlo sonriente.

¿Cuántos años debes tener para ser veterano del 68? No menos de 55, y eso
si eres un veterano junior y tenías 14 o 15 cuando se produjo el
movimiento, como Luis Gómez, que estudiaba en una prevocacional, el
miembro más joven del CNH. Pasas de los 60 si tenías más de 25. Habrá de
aceptar que somos una generación desgastada por el paso del tiempo. Pero
he visto a centenares de los veteranos en la reciente gran batalla del DF,
los campamentos contra el fraude de agosto-septiembre del año pasado.
Ruquitos pero rijosos.

Han pasado 39 años y como si lo trajéramos grabado en el ADN, no se
olvida. Y este “No se olvida” se socializa. "No se olvida" es patrimonio
nacional. No lo olvida el medio millón de estudiantes que lo vivieron ni
lo olvida la nieta, que llegó a la vida 23 años después; ni Josué, que
llegó al DF cuando el movimiento estudiantil se había extinguido; ni los
estudiantes de CCH a quienes se lo han contado tan mal que piensan que
Cueto y Mendiolea son nombres de calles que hacen esquina. Y generosamente
no lo olvidan los supervivientes del movimiento ferrocarrilero del 58-59,
que tendrían muchos motivos para que lo que no se olvidara fuera su
gloriosa batalla, o los jaramillistas, o los electricistas del SUTERM, o
los maestros de Oaxaca.
Nacidos para perder, pero no para negociar

El 68 no se olvida, es patrimonio de los mexicanos que han hecho de la
memoria, falsa o cierta, memoria prestada u original, un recurso de
orgullo para sostener la resistencia. Resumo para mí mismo: no se olvida,
porque no nos da la gana. Y porque no queremos olvidarlo.

En otros países celebran las victorias, en México se celebra la honrosa
derrota. En el país de la transa, el negociado tortuoso, la venta al por
mayor de las nalgas y el alma, la traición como una de las bellas artes,
el abandono de los principios por desidia, agotamiento o deudas múltiples
de la renta, se festina la irredenta terquedad del golpeado que vuelve,
una y otra vez, de la lona para ganar la gloria brevemente ante el marrano
Estado que juega sucio.

Alguna vez propuse que nuestra coraza emblemática debería ser una camiseta
que en la parte delantera llevaba la frase: “Nacidos para perder”, pero
que en la espalda, con letras grandes, dijera: “Pero no para negociar”. La
frase tuvo éxito, pero se la propuse a mis amigos, que no tienen idea de
cómo grabar una camiseta.

Pero metámonos en el interior de la historia. ¿Qué es de los 123 días de
huelga general estudiantil contra el gobierno de Díaz Ordaz lo que no se
puede olvidar, lo que no queremos olvidar o lo que amablemente hemos
olvidado?

No se olvida el 2 de octubre, la matanza, la conspiración, la sucia y
asesina maniobra del gobierno para acabar con el movimiento. Y no se
olvida por canallesca, porque ni siquiera la mancuerna Díaz
Ordaz-Echeverría fue capaz de ir de frente a reprimir, tuvieron que
construir una conspiración, crearon el Batallón Olimpia y sus
francotiradores, les dieron órdenes de disparar contra una multitud
desarmada en la que abundaban los adolescentes y los vecinos de
Taltelolco, incluso dispararon contra el Ejército cuando tomaba la plaza
para crear la cobertura (entre el saldo militar de Tlatelolco hay dos
cadáveres, varios soldados heridos y un general balaceado en una nalga).

Las brigadas

Pero condenar al movimiento estudiantil y la huelga general a ser
recordado por el 2 de octubre es de un reduccionismo patético. En la
memoria colectiva está el 2 de octubre, pero también está el ataque al
Casco de Santo Tomás por un batallón de la policía armado con rifles, la
toma por el Ejército de la Ciudad Universitaria, los tanques confrontados
por jóvenes que cantaban el Himno Nacional. Y también están las escuelas
tomadas, los debates, las lecturas colectivas y, sobre todo, está el
brigadismo, las grandes manifestaciones, las memorias de la solidaridad
popular.

¿De dónde sacó su sabiduría organizativa el movimiento? Curiosamente de la
necesidad de impedir que se creara una dirección reducida y que ésta se
vendiera y negociara con el Estado en lo oscurito. De la experiencia del
66. El movimiento desde sus orígenes puso el poder en manos de la asamblea
de la escuela y ésta nombraba a tres delegados al Consejo Nacional de
Huelga, el CNH. Los delegados no eran permanentes, la asamblea podía
removerlos cuando no estuvieran de acuerdo con las posiciones de la
mayoría. La dirección del movimiento quedaba así depositada en una gran
asamblea que no podía ser destruida por cooptación o represión, porque
renovaba sus miembros al instante. Sabiamente el CNH cambió a lo largo del
movimiento a sus oradores y a sus portavoces. Entre asamblea y asamblea en
las escuelas existía un comité de huelga, de composición bastante
flexible, que solía rondar por la docena de miembros. Por la base, el
movimiento estaba organizado por brigadas y por comisiones que
desaparecían cuando se acababa su misión. Las brigadas eran grupos de
afinidad, generalmente pequeños, siete u ocho compañeros; a veces enormes,
20 o 30, que actuaban a su antojo, sobre todo en labores de propaganda.
Miles de brigadas salían a la calle todos los días. Fue quizá el único
momento en que la propaganda directa fue capaz de derrotar el inmenso
poder del monopolio mediático que el poder construyó y puso frente a
nosotros como si fuera un muro berlinense.

Lamentablemente la asamblea no incluyó a profesores ni a trabajadores que
tuvieron que darse sus propias formas de organización dentro del
movimiento, cierto es que los profes que se incorporaron lo hicieron
lentamente y bajo tremendas presiones.

A los mitos no se les avienta tierrita. Somos muy generosos cuando giramos
hacia nuestro pasado, se nos olvida el sectarismo que habíamos heredado de
la vieja izquierda, las batallas absurdas entre el ala derecha y el ala
izquierda del movimiento, que vistas al paso del tiempo no dejaban de
tener razón y razones ambas. Se nos olvida la pobreza de nuestro lenguaje
político; como en nuestras esquizofrénicas mentes que no se permitía que
la parte del cerebro que contenía a Cortázar, la prosa del Che en los
Pasajes... o los poemas de Benedetti, llegara a la otra parte del cerebro
donde insultábamos a Díaz Ordaz y sus sabuesos. Se olvida el farragoso
tedio de la asamblea, la duración interminable, las mociones continuas, el
diálogo tartamudo. Pero la democracia es cabrona cuando los que no
hablaban hablan. Decíamos de un camarada que era poema de Miguel
Hernández, por lo de “el rollo que no cesa”, en alusión al Rayo de Miguel,
y no era el único.

Afortunamente nos acordamos de los locatarios de los mercados que nos
regalaban sacos de papas, de los aplausos en las puertas de las fábricas,
de la solidaridad maravillosa y de alto riesgo de los maestros de
primaria, de la entrega, la generosidad, el buen humor para enfrentar al
totalitarismo priísta.

El 68 es el punto de partida, de ahí venimos. Una generación asume la
voluntad de cambiar este país, la mexicanización de los hijos de la clase
media expresada en la recuperación del Himno Nacional, y lo hace con la
movilización social, la experiencia autogestiva, el descubrimiento de la
ciudad y sus inmensos límites y fronteras, con la revolución cultural y,
sobre todo, con un pacto a futuro.

De ahí millares de nosotros nos desparramamos por la sociedad construyendo
y colaborando a construir movimientos democráticos sindicales, agrarios,
universitarios, populares, culturales, profesionales.

¿Cómo se va a olvidar?

Al final de una de las conferencias una mujer me pregunta: "¿Y el miedo?
¿No tenían miedo?"

Mucho, le digo. Igual que ahora. Pero los miles que estaban al lado te
querían tanto que te protegían y te quitaban las ganas de salir corriendo.

POSDATA: Mi hija también me pregunta que quiénes eran Mendiolea y Cueto y
que por qué no hacían esquina. Tengo que ponerme pedagógico y contarle que
básicamente no hacían esquina porque no eran calles, sino los jefes de la
policía de la ciudad de México, cuya renuncia pedía el programa de los
seis puntos, bandera del movimiento estudiantil. Y espero sinceramente que
los panistas nunca ganen las elecciones en la ciudad de México, no vaya a
ser que un día Mendiolea y Cueto sí hagan esquina.

Artículo publicado en la Jornada, martes 2 de octubre de 2007 : http://www.jornada.unam.mx/2007/10/02/nota1.php