Jornadas de la Fondación Madrilena de Investigación
« Ciudad y reproducción social »
Ayuntamiento de Madrid
7 de marzo 2011
2. ¿Revivisciencia?
Debilitado desde finales de los años 70, el pensamiento crítico radical sobre lo urbano acabará rápidamente por caer en estado de letargo en la última década del siglo y aún más allá. El ambiente intelectual de entre mediados de los años 60 y principios de los 70, cuando el compromiso en las ciencias sociales fue llevado más allá de los intereses universitarios por la convicción de lo que estaba en juego era el cambio del mundo e incluso el cambio de mundo, dio paso a una atmósfera muy diferente. Los tránsfugas del radicalismo militante de antaño no serán los últimos en repudiar las « grandes narraciones » — en concreto, la de la emancipación colectiva y los sistemas de interpretación global de la sociedad (el materialismo histórico), « totalizantes », por tanto, totalitarios, inspirados por esta perspectiva — y replegarse sobre las « pequeñas narraciones » postmodernas, minimalistas, alimentadas por un enfoque interaccionista y positivista, que ponen de nuevo al individuo en el centro de atención, sin referencia, sino de modo alusivo y eufemístico, al impacto de las nuevas modalidades de la acumulación del capital sobre sus condiciones de existencia.
Ya no se trataba, pues, de poner en tela de juicio las estructuras socio-ecónomicas de producción del espacio ni de « articular los problemas del “marco de vida” —noción rechazada por los estructuralo-marxistas cuando afirmaban con cierta mala fe que la « vida no es un marco sino una práctica » — en las contradicciones del sistema que las genera ». Rematada también la ironía como repuesta a las « variantes modernistas del discurso reformista sobre el socialismo municipal », se abstendrá en adelante de hacer burla del slogan, cantado a coro por concejales de derechas y de izquierdas en su propaganda municipal, de « cambiar la ciudad para cambiar la vida », slogan acusado en otro tiempo de disuadir a los ciudadanos de querer cambiar de sociedad.
Sin embargo, desde mediados de los años 2000, un « estremecimiento » del pensamiento crítico empieza en manifestarse en las ciencias sociales francesas y en la investigación urbana, en particular. ¿ Efecto de la prolongación y del agravamiento de la crisis estructural del capitalismo ? ¿ Del auge de un movimiento « altermundialista » ? ¿ De un despertar tardío del espíritu de sedición considerado, con razón o sin ella, como una especificidad de la idiosincrasia del pueblo francés ? ¿ Del cambio generacional ? ¿ Del cansancio y fastidio de leer o escuchar durante años las mismas burradas conformistas seudo-científicas ? En todo caso, se han multiplicado últimamente los indicios de que el mundo académico sale un poco de su letargo, en particular los geógrafos y los sociólogos urbanos.
Primero, Henri Lefebvre ha sido sacado del anonimato en el que había caído en su propio país desde hacía unos veinte años durante los cuales hasta los investigadores y profesores para quienes, en su juventud, no había más que él, hacían como si nunca hubiese existido. Ahora, su obra es poco a poco reeditada; libros y artículos permiten descubrir de nuevo su pensamiento sobre lo urbano; coloquios y seminarios le son dedicados. Luego, el papa de la geografía « radical » made in USA, David Harvey, casi desconocido — o voluntariamente ignorado — durante largo tiempo en Francia, incluso por la mayoría de los geógrafos urbanos, se ve desde poco traducido. Jóvenes profesores no vacilan hoy en referirse a él en sus clases e investigadores franceses se inspiran en sus análisis para emprender estudios críticos de tal o cual aspecto de la urbanización capitalista. En un marco más general, a través de ciertos trabajos, cada vez más numerosos, sobre la evolución reciente y actual de la ciudades, las temáticas elegidas, las problemáticas formuladas para enfocarlas, las metodologías y los conceptos utilizados para tratarlas reflejan ya una toma de conciencia clara de la dimensión de clase de los fenómenos urbanos estudiados.
Sin embargo, este reencuentro aun incipiente con el pensamiento crítico sobre lo urbano no está exento de deformaciones y adulteraciones. Es el caso, en particular, de la recuperación de ciertos conceptos de índole crítica que, guiada por el oportunismo, está dando lugar a interpretaciones desprovistas de su alcance subversivo original, empezando por el famoso « derecho a la cuidad » fraguado por Henri Lefebvre y profundizado por David Harvey.
Para algunos que se valen ahora de estos dos pensadores radicales, este derecho se limita a menudo a aquello otorgado por las clases poseedoras, las que se han apropiado tanto de la ciudad como del resto, a los desposeídos, es decir a los habitantes de las clases populares: el derecho a disfrutar de ciertas amenidades de la ciudad tal como el capitalismo la produce y la hace funcionar, y ya no como aquello arrancado a las primeras por los segundos para hacer de ésta algo radicalmente diferente. Tan pronto este derecho del pueblo a « ejercer un poder colectivo para remodelar los procesos de urbanización y así reconfigurar la ciudad en conformidad con sus necesidades y deseos », como lo recordaba recientemente David Harvey, es reducido por algún arquitecto cortesano al imperativo de hacer la ciudad « bella para todos, sean potentados o miserables », como se ve redefinido por una burócrata de la investigación urbana como el derecho individual de los habitantes más pobres relegados a la periferia a acceder a los recursos urbanos del centro de la ciudad gracias a un sistema de transporte eficiente e, incluso, por el uso compartido del coche individual presentado como un paso hacía el autogobierno popular en la ciudad.
Una manipulación semántica e ideológica semejante se ha producido con la autogestión territorial lefebvriana, transformada hoy en « democracia participativa ». Para Lefebvre, la implicación activa de los ciudadanos en la resolución de los problemas urbanos sólo tenía sentido, en origen, en la perspectiva de una transformación radical de la sociedad. Rechazando lo que él llamaba el « mito de la participación », H. Lefebvre planteaba, por ejemplo que « hasta que no haya, en las cuestiones de urbanismo, la intervención directa, violenta, si hace falta, de los interesados y hasta que no haya posibilidad de autogestión a escala de las comunidades locales urbanas, hasta que no haya tendencias a la autogestión, hasta que los interesados no tomen la palabra para decir, no solamente lo que necesitan, sino también lo que desean, lo que quieren, lo que exigen, hasta que ellos no den cuenta permanente de su experiencia del habitar a los que se estiman expertos, nos faltará un dato esencial para la resolución del problema urbano ».
Nada de eso tiene que ver, desde luego, con los mecanismos puestos en marcha desde entonces por las municipalidades para « asociar a los ciudadanos a la toma de decisiones », por emplear una formulación consagrada, es decir hacerles aceptar decisiones ya tomadas. Todo el mundo sabe, en efecto, que las reuniones de concertación con asociaciones de vecinos, comisiones extra-municipales y comités de barrio, por no hablar de los escasos referéndums, son instrumentalizados, cuando no resueltamente establecidos, por las autoridades locales para dar un toque democrático a una gestión municipal – por no hablar más que de uno de los escalones territoriales posibles — que es hoy más que nunca el coto de una élite aconsejada por expertos y asociada, en nombre del llamado “partenariado público-privado”, a actores económicos capitalistas.
La lista de estos tipos de falsificaciones que permiten fingir una posición crítica y anticonformista — de hecho más bien una postura — frente a la urbanización y el urbanismo capitalista es interminable. Con respecto a esto, no se puede omitir, en razón a su influencia en los medios intelectuales y académicos, las teorizaciones del filósofo italiano Antonio Negri, que anda lanzando nuevos seudo-conceptos para anunciar la Buena Nueva : la reapropiación colectiva del espacio público es ya una realidad.
En el discurso de este superviviente del operarismo y de sus seguidores ex maoístas, el comunismo ha sido reemplazado como ideal por « lo común », noción consensual repescada de los escritos de la filósofa Hannah Arendt para taponar ideológicamente las brechas de una sociedad cada vez mas fragmentada. El proletariado ha desaparecido para dejar el sitio a una « multitud » inasequible pero invasora, en la que todos los gatos — las « subjetividades » calcadas sobre el modelo del individuo neo-pequeño-burgués, « autónomo y innovador », como es bien sabido — no son pardos sino de nuevo casi rojos, ya que perecen preñados de virtualidades subversivas o incluso revolucionarias. Así, erigida y elegida como « territorio productivo esencial de un capitalismo cognitivo », la ciudad, bautizada de nuevo « metrópoli », como lo habían hecho ya — ¿coincidencia? — los planificadores urbanos, sería el lugar de « actividades creativas innumerables, aleatorias y no programadas », a la vez comunes e individuales. La producción de plusvalía y la absorción del capital excedente, que siguen desempeñando un papel crucial en las transformaciones urbanas actuales, quedan fuera del campo de visión de este enfoque post-moderno.
Pero, ¿ quiénes son los « creadores » ? Por un lado, los « actores » — el término « trabajador » está pasado de moda en la Weltancshauung urbana negrista — de la cultura y la comunicación, es decir de los media y de la publicidad, a los cuales se suman, desde luego, los investigadores y, por otro lado, todos los que se llaman los « sin » en Francia : sin empleo estable, sin vivienda decente o incluso sin techo, sin papeles, sin porvenir… Esta plebe, joven en su mayoría y frecuentemente de origen inmigrante, compuesta de parados, empleados en precario y trabajadores intermitentes, despojada y, a veces, desesperada, viviría, no obstante, el presente con una intensidad tal que serían « precisamente sus prácticas culturales y festivas en la calle (música, danza, graffiti, vestimenta…) las que producirían la ciudad post-industrial misma y la transformarían continuamente frente a las instituciones, desviando o forzando los controles de los poderes establecidos y de sus urbanistas gestores ».
Esta visión encantada de lo que Marx llamaría un nuevo
« lumpenprolatariado », visión que pone entre paréntesis tanto las prácticas delincuentes y, a veces, incluso, criminales de éste como las de quienes las originan, es decir las actividades de numerosos empresarios, banqueros y especuladores, también delincuentes y criminales a pesar de entrar en el marco del llamado Estado de derecho, esta visión encantada, digo, no está inspirada por la intención de estos investigadores de comprender el mundo urbano para transformarlo, sino de transfigurarlo para justificarlo a través una mirada estetizante, propia de estos rebeldes de salón.
Una nueva corriente crítica, científicamente más seria, pero también más ambigua políticamente, está tomando importancia en Francia. Sostenida por geógrafos, antepone una noción que les sirve a la vez como criterio y como reivindicación : la justicia espacial. Como de costumbre, cuando aparece una nueva escuela de pensamiento, el tono de sus iniciadores es perentorio : « el debate sobre la justicia y la injusticia espacial se ha vuelto central y urgente en las sociedades democráticas ». Con todo, postular el carácter democrático de dichas sociedades, en contradicción con su realidad, cada vez más oligárquica, reduce de antemano el margen dejado a la crítica radical en su inscripción territorial.
Por de pronto, el relieve dado a la justicia, y no a la igualdad, relativiza fuertemente la ambición y el vigor de los combates por entablar. La desigualdad es un hecho que se evalúa en base a datos objetivos, mientras que la injusticia remite a una apreciación subjetiva. Ahora bien, insistir en ésta antes que en aquélla lleva a un problema de orden epistemológico — el salto de la observación al juicio de valor — con implicaciones políticas. Las desigualdades pueden ser medidas objetivamente, esto es, independientemente de la opinión que tengamos acerca del fenómeno, pero también tienen un efecto subjetivo: pueden hacer surgir un sentimiento de injusticia. Dicho de otra manera, las injusticias socio-espaciales, entre otras, no provienen directamente de las desigualdades sociales sino de su percepción y de su interpretación por los miembros de la sociedad o, para ser más exacto, por algunos de ellos. Esto autoriza a muchos investigadores social-liberales a concluir que las desigualdades « son también un hecho subjetivo », ya que « los actores se construyen una representación de las desigualdades, las perciben o no, las califican como aceptables o como escandalosas, les dan un sentido » [1]. Esto permite hundir la desigualdad en el marasmo de las representaciones y, con ello, relativizar la importancia de la famosa « cuestión social » o, incluso, negar su existencia.
Esto es precisamente lo que hacen los cruzados de la justicia espacial. Según ellos, el hecho de que la cuestión social permanezca irresuelta no debería llevar a cuestionar la legitimidad del sistema capitalista. La duda de rigor se situaría en torno a la validez de « las grandes narraciones explicativas », formulación obligada y consagrada entre las cabezas de la izquierda « « moderada » para significar el enfoque y el análisis marxistas del mundo social. De hecho, sus discursos no mencionan nunca las relaciones de producción capitalistas y la dominación de clase. En su paisaje mental, no se encuentran ni burgueses ni pequeño burgueses ni proletarios, sino sólo « minorías ». Conforme a una conceptualización importada de los EEUU, se define como minoría cualquier grupo, tales como mujeres, homosexuales, inmigrantes, que sufre una o varias formas de opresión que dan origen a nuevos movimientos sociales : feministas, anti-racistas, pero también ecologistas o ciudadanos cuyos actuación sería como « habitantes », pero no como « trabajadores ».
No obstante, hay un minoría escapa de la atención de los justicieros espaciales : aquella constituida, a escala nacional o planetaria, por las clases que monoplizan en su provecho el derecho a la ciudad a expensas de la mayoría de la población. Esto es lógico, ya que el criterio socio-económico es estimado insuficiente por los apóstoles de la justicia espacial, que privilegian criterios de género, étnicos y culturales. Su ideal político se deriva de esto y se resume en una fórmula oximórica o, si se prefiere, contradictoria en sus términos : el « reequilibrio de las desigualdades ». Se trataría, en efecto, de establecer, de una manera algo paradójica, « estructuras espaciales justas y estables » en sociedades donde las separaciones y divisiones debidas a las estructuras sociales no dejan de acentuarse.
A esta objeción, los adeptos de la justicia espacial contestan que, aún si la referencia a ésta puede resultar ilusoria en materia de ordenamiento del territorio y de urbanismo, « resulta imprescindible para dar un sentido a la territorialización de las políticas públicas ». Pero, ¿ no sería esto precisamente conveniente para mantener la ilusión de que estas participan en una lucha contra la injusticia ? Pues se debería saber, a pesar de todo, que su función es completamente otra. Cuando no consiste pura y sencillamente en modelar o remodelar el espacio urbano para conformarlo a los objectivos y las necidades de las clases dominantes, su foncion es « administrar » localmente y espacialmente los efectos de la precarización, de la pauperización y de la marginalización masiva que resultan de la prioridad dada por las políticas públicas a la satisfacción de los intereres privaos. En otras palabras y a un nivel más general, su función es « regular», a falta de resolverlo, un problema que se ha dejado de plantear desde hace bastante tiempo en la izquierda gubernamental, un problema que es, quizá, filosófico (ontológico y ético) y, sin duda, político: el de la existencia del capitalismo como modo de organización de los seres humanos en sociedad. ¿ No se ha visto su legitimidad declarada incontestable, poniendo un punto final a la historia ?
Desde hace algún tiempo, a falta de poder atacar abiertamente el principio de igualdad, inscrito en los textos constitucionales, los ideólogos del orden establecido han instaurado otro : el de la equidad. Su filosofía la resume bien un dicho antiguo, que se remonta a Aristóteles y que fue transmitido luego por la moralidad cristiana: « A cada cual lo que le es debido ». Pero la vara de medir « lo debido » ha variado en el transcurso de la historia. Fue la cuna y el rango en las sociedades precapitalistas, y, después, hasta hoy, el trabajo, el mérito o las necesidades. Como es bien sabido, éstos son desiguales, tanto en cantidad como en calidad, por lo que se impone la necesidad de « dosificar » lo que cada cual recibe. Está claro, entonces, que, en materia « social », la repartición equitativa no es lo mismo que la igualdad en sentido estricto, por no decir en sentido contable. Se trata de una « medida justa », de un « equilibrio » que permite hacer aceptable una forma de desigualdad cuando la igualdad es juzgada irrealizable o nociva. Aquí, otra vez, se abandona el terreno político por el moral.
Es evidente que las desigualdades sociales, menos que ningún otro objeto de las ciencias sociales, no son ni pueden ser un objeto de consenso, aunque sólo sea porque hacen nacer un sentimiento de injusticia entre quienes las sufren, claro está, pero también, según la coyuntura, en una parte más o menos importante del resto de la sociedad. Esto explica que el análisis de las desigualdades sociales se presente necesariamente dividido entre la objetividad de la abstracción matemática que permite describirlas y la subjetividad del sentimiento de injusticia que resulta inevitable cuando se trata de comprenderlas y explicarlas. Por supuesto, este sentimiento puede ser más o menos fuerte según las épocas, las circunstancias, los grupos sociales y los individuos. Pero, sin él, sin las protestas y las revueltas que provoca, y sin las críticas y las luchas que suscita, las desigualdades seguirían sin ser puestas en cuestión. Quizás ni se caería en la cuenta de su existencia, como sucedió en el mundo antiguo, luego feudal y finalmente monárquico, o solamente para atribuirlas a un orden divino o natural, o incluso biológico o psicológico, como de nuevo se esfuerzan en hacer ciertas esferas de la clase dirigente con el aval pseudo-científico de investigadores vasallos. En otros términos, sin el sentimiento de injusticia, las desigualdades sociales no existirían en la conciencia de los actores sociales o políticos.
Esto es lo que argumentan algunos geógrafos de una minoría
« izquierdista » en el seno de la corriente a favor de dar prioridad a la
« justicia espacial ». Su propósito es de radicalizar y politizar esta noción para hacer de ella un arma en el combate ideológico. Para ellos, es más fácil movilizar a la gente en base a sus sentimientos propios espontáneos, entre los cuales figura el de las injusticias sociales que ellos mismos soportan, que a partir de análisis teóricos sobre el origen de las desigualdades, que les pueden parecer abstractos. Esto no impide que el deslizamiento semántico ya señalado permanezca, con la confusión epistemológica y la ambigüedad política que resultan de él resultan. Quizás una y otra podrían ser disipadas sustituyendo la noción de « injusticia » por la de « iniquidad », que, a pesar de estar un poco en desuso, parece a la vez más fuerte y más… justa si se la relaciona con su etimología latina (inaequalis), sobre todo si la aplicamos a su referente : el capitalismo no es solamente « injusto » ¡ Esto es un sistema social rotundamente inicuo !
Pero ya entramos, a través de una cuestión etimológica, en el ámbito de la estrategia, es decir de la vía a escoger para pasar de la lucha teórica a la práctica de la lucha.