
Según el New York Times (21 de septiembre, pag. 8),
Henry Paulson, el Secretario del
Tesoro de EEUU, poseía en enero de 2008 acciones de Goldman Sachs por valor de
809 millones de dólares. Por la caída de los valores en bolsa el capital de Mr. Paulson se
había reducido a “sólo” 523 millones el viernes 19 de septiembre, día en que Henry
Paulson y Ben Bernanke (el director de la Reserva Federal, el Banco Central de los
EEUU) presentaron el plan de rescate financiero de mayor volumen en la historia.
Paulson, pobre hombre (no sabemos nada sobre Bernanke, ¿se le permite tener valores
en bolsa?), había perdido casi 300 millones en 9 meses, ¡una pérdida diaria de más de
un millón de dólares! Pero no estaba solo. Según la misma fuente, Maurice Greenberg,
antiguo consejero delegado de AIG, había perdido 1200 millones en los mismos nueve
meses; James Cayne, antiguo consejero delegado de Bear Stearns, había perdido 999
millones. Los millonarios propietarios de acciones bancarias están asistiendo a la evaporación
de su riqueza a medida que el valor de las acciones se aproxima a cero.
En una forma de actuar típica que consiste en presentar un plan urgente que ha de
ser aprobado de un día para otro so pena de males mayores, Paulson y Bernanke proposieron
un plan de salvamento del sector financiero que transfiere una enorme cantidad
de dinero de los contribuyentes a los bancos en situación de quiebra. De entrada se
dijo que la cantidad a transferir se acercaría a one trillion dollars. En inglés americano,
one trillion es un millón de millones, en castellano diríamos un billón de dólares.
En
días posteriores la cantidad se ha reducido a “sólo” 700.000 millones de dólares. La
justificación que se da para este plan es que si no se produce el rescate se colapsará
todo el sistema financiero, lo que afectará a una enorme masa de “contribuyentes”, que
no son otra cosa que los ciudadanos estadounidenses.
No voy a negar que la situación del sistema financiero sea mala, lo es. No sólo en
EEUU sino en todo el mundo las instituciones financieras están pasando por un periodo
de grandes turbulencias y graves apuros. Las deudas incobrables parecen escondidas
en todas partes. Y por eso quizá estamos entrando en un periodo muy parecido a lo que
se llamó la Gran Depresión de los años treinta en los que las economías de mercado de
todo el mundo funcionaron de una forma muy precaria. Lo que sí cuestiono en cambio
es que el plan propuesto por Paulson y Bernanke y los líderes de los dos grandes partidos
estadounidenses sea una forma prudente y sensata de usar el dinero. Niego que
este plan sea conveniente para los ciudadanos y que sea en beneficio “nuestro”, de los
contribuyentes, este enorme regalo a los superricos que supuestamente va a evitar males
mayores.
Cuando hace una semana Henry Paulson y Ben Bernanke se convirtieron en los nuevos
reyes de Estados Unidos —Dick Cheney y George W. Bush parecen haber abdicado—
el sistema financiero llevaba meses viniéndose abajo. En marzo, Bear Stearns, uno
de los mayores bancos de inversión del mundo, fue adquirido por el grupo bancario
JPMorgan con una sustanciosa ayuda del erario público. Fue el primer gran regalo a
los ricos. Después cayeron Freddie Mac, Fannie Mae, Lehman Brothers y AIG y, como
no había compradores a la vista, el dinero de los contribuyentes compró las acciones.
Esto fue como comprar basura y dar caridad a los propietarios de estas empresas financieras,
pues el precio que se pagó por ellas fue muy superior al que ofrecía el mercado.
Probablemente algún Warren Buffet estaba esperando que el precio bajara mucho más.
Las transferencias de dinero público a los ricos que supuso la compra subsidiada de
Bear Stearns por parte de JP Morgan y la nacionalización, con compensaciones generosas
a sus propietarios, de la aseguradora AIG y las corporaciones hipotecarias Freddie
Mac y Fannie Mae eran donaciones sustanciales a los banqueros y los “inversores”. Sin
embargo, la hemorragia era profusa y la sangre no dejaba de manar. Y además estaba
ocurriendo algo terrible, EEUU se acercaba cada vez más… ¡al comunismo! Las grandes
instituciones financieras estaban pasando a manos del Estado a una velocidad vertiginosa
y el proceso podía continuar hasta quién sabe dónde. Quizá el país estaba siguiendo
la senda de la Suecia comunista, donde la sucesiva nacionalización de
empresas quebradas ha dejado casi ¾ del PIB en la esfera estatal (como todo el mundo
sabe muchos ciudadanos suecos ya están siendo enviados al Gulag: si aún no se ha enterado,
no se preocupe, probablemente salga pronto en El Mundo o en Libertad Digital,
quizá Sarah Pallin ya lo sepa).
Los nuevos monarcas, Paulson y Bernanke, decidieron pisar el freno para evitar el
avance imparable en el camino a la servidumbre comunista. El dinero debe darse directamente
a los ricos. ¡Nada de intervenciones del Estado! ¡Nada de propiedad estatal de
bancos y empresas! Por favor, banqueros y toda suerte de especuladores financieros,
dennos (al sector público) sus activos basura y a cambio les daremos dinero contante y
sonante de los contribuyentes para que restauren la salud económica de sus instituciones.
La jerga usada para contar esta historia y de paso engañar a la gente es de este
jaez:”el Gobierno aceptará activos sin liquidez para que se restaure la liquidez y la confianza
en los mercados financieros”.
Probablemente estamos en un momento histórico crucial. Tanto si esto son los inicios
de una gran depresión como si el complot de los grandes financieros tiene éxito y salen
airosos evitando el batacazo (lo que parece improbable), “nosotros”, los contribuyentes,
los ciudadanos, los trabajadores vamos a pagar el pato. Independientemente de lo que
ocurra en el Congreso las próximas semanas es prácticamente seguro que el desempleo
crecerá, como ha venido creciendo últimamente en años recientes en las economías
avanzadas en las que ha tenido lugar una hemorragia de puestos de trabajo, exportados
a millones a países como China, India o Vietnam, donde los trabajadores trabajan 11 o
12 horas diarias 6 ó 7 días a la semana, y donde los salarios son casi siempre de menos
de 1 dólar a la hora.
No tener trabajo es malo, todos lo sabemos, aunque mucho peor es pasar hambre,
quedarse en la calle sin hogar o que te hieran o te maten. Pero lo cierto es que en los
años ochenta y noventa el desempleo en muchos países europeos ha estado por encima
del 10% sin que la sociedad se viniera abajo. Las sociedades modernas son suficientemente
ricas como para dar subsidios a los parados y que nadie pase hambre. No hace
falta ser muy viejo para recordar que durante los años de Felipe González en España el
desempleo estuvo durante años por encima del 20% de la población activa. A principios
de los años noventa en Finlandia el desempleo creció súbitamente del 3% a 18% cuando
dejó de existir el principal comprador de productos finlandeses, la Unión Soviética.
Algo similar pasó en Suecia, y luego en Corea del Sur en 1997. Y curiosamente, los indicadores
más objetivos de bienestar social, como la esperanza de vida, continuaron mejorando
durante este periodo en esos países.
Uno de los mitos de la Gran Depresión es el de los banqueros e inversionistas en bolsa
saltando a docenas por las ventanas de Wall Street el famoso viernes negro, el 24 de
octubre de 1929. Parece que hubo un caso (o quizá dos) en total. Lo que en cambio sí
parece ser cierto es que los suicidios (básicamente de gente pobre) aumentan cuando la
economía entra en declive. Pero la imagen de la Gran Depresión de los años treinta
como un periodo en el que muchos países occidentales estaban en un proceso de caída
libre y autodestrucción es una imagen falsa. Por ejemplo, en EEUU la mortalidad infantil
continuó reduciéndose —excepto en sectores muy empobrecidos que no recibieron
ayuda— y si bien aumentaron los suicidios, siguió disminuyendo la mortalidad por infartos,
cirrosis y otras enfermedades importantes por lo que, en conjunto, la esperanza
de vida siguió creciendo. Esto contrasta muchísimo con lo ocurrido en los países del
Europa oriental y la antigua Unión Soviética en la década de los noventa, cuando se
aplicó el tratamiento económico de choque aconsejado por instituciones financieras
como el Banco Mundial y economistas como Jeffrey Sachs. La privatización de casi todo
y la eliminación drástica de los servicios sociales antes provistos por el Estado creó
unos centenares de nuevos millonarios —muchos de ellos antiguos burócratas comunistas—
y, sobre todo, un enorme desastre social en el que millones de personas perdieron
sus empleos, sus ahorros, sus viviendas y sus pensiones y muchos cayeron en la miseria
absoluta. No sólo se disparó la mortalidad por suicidios sino también las defunciones
por enfermedades cardiovasculares, tuberculosis, alcoholismo y por homicidio y aumentó
también la mortalidad infantil, con el resultado global de una fuerte caída de la
esperanza de vida.
La clase dominante de los EEUU grita que viene el lobo provocando el espanto y el
terror. Aterrorizada ella misma, si es que se puede hablar en estos términos, pretende
conseguir que la sociedad acepte transferirle una inmensa cantidad de riqueza del erario
público; a ellos, a los ricos que se están autodestruyendo. Si finalmente se produce
esa colosal transferencia de dinero, ese robo descomunal quizá aprobado por los representantes
del pueblo, los beneficiados serán los mismos que han promovido gastos y
créditos insensatos y que se han comportado de forma absolutamente irresponsable. Se
salvarán gracias al dinero de los contribuyentes y después harán todo lo posible para
seguir enriqueciéndose.
La capacidad del plan de salvamento propuesto por Wall Street, Paulson y Bernanke
para evitar una severa recesión económica es muy incierta. Los mismos economistas de
diferentes tendencias están muy divididos en su evaluación de la posible efectividad del
plan, pero lo que es evidente es que el principal objetivo del mismo es restaurar la
“normalidad de los negocios”, o sea el ambiente económico de los últimos años. En ese
ambiente de business as usual de los años ochenta y noventa los ingresos reales de la
mayoría de los estadounidenses se han estancado o se han reducido; las horas de trabajo
han aumentado y las vacaciones se han acortado bajo la amenaza de despido o bajo la
presión competitiva de los compañeros de trabajo, todos agobiados por avanzar y no
perder el empleo; las desigualdades sociales han aumentado estrepitosamente por el
enriquecimiento vertiginoso de los que más tienen; y la clase dirigente estadounidense
se ha embarcado alegremente en guerras lejanas y ha seguido especulando para hacerse
con millones mientras destruía la economía real y el medio ambiente en que vivimos.
Una crisis financiera o una depresión económica no son ni una guerra nuclear ni un
huracán. Las recesiones no destruyen fábricas ni cosechas ni tampoco echan a la gente
de sus casas. Lo que destruye los recursos económicos y expulsa a la gente de sus viviendas
son los derechos de propiedad del capital que personificado en seres humanos
que asisten a los consejos de administración no se preocupa por dejar a los inquilinos
en la calle cuando no pagan el alquiler o la hipoteca, ni para mientes en destruir las
cosechas cuando no es posible venderlas, ni se alarma por dejar a la suerte que las fábricas
se hundan y las máquinas se oxiden si es que no sirven para producir ganancia.
Si la crisis financiera se convierte en una recesión abierta y aumenta el desempleo se
pueden dar pensiones y establecer planes de formación para los parados. Puede substituirse
el empleo de las empresas en crisis por nuevos puestos de trabajo, pero para todo
ello la financiación pública será indispensable. Aunque pienso como Albert Einstein
que es deseable y necesaria una organización económica socialista para que la humanidad
pueda hacer frente a los problemas que tiene planteados, soy consciente de que
sólo una minoría comparte mi punto de vista. Además, todos estamos de acuerdo en
rechazar el modelo de Rusia; y el modelo de la China actual es todavía peor (¿será casualidad
que los gobernantes estadounidenses actuales estén en estupendas relaciones
con los comunistas chinos?). La libertad y la democracia real son ingredientes básicos
para cualquier sociedad decente del siglo XXI. En todo caso, en los próximos años y
décadas se requerirá mucho dinero público para pagar cosas mucho más importantes
que los papeluchos sin valor que hoy los millonarios quieren sacarse de encima cuanto
antes.
José A. Tapia
University of Michigan
jatapia chez umich.edu
30 de septiembre del 2008