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Jean-Pierre Garnier
Condiciones y vías para el retorno de un pensamiento crítico «radical» acerca de la ciudad (3)
Artículo puesto en línea el 7 de abril de 2011
última modificación el 13 de marzo de 2011

Jornadas de la Fondación Madrilena de Investigación

« Ciudad y reproducción social »

Ayuntamiento de Madrid

7 de marzo 2011

3. Una transición delicada

Tal es el título de la última parte de mi ponencia. A diferencia de la primera, donde las interpretaciones e hipótesis han sido formuladas de modo afirmativo, ésta estará constituida por una serie de interrogantes.
¿De qué transición se trata? No de aquella, ciertamente, que suscitaba tantos debates y controversias en los años 70 entre los intelectuales y militantes de izquierda, por lo menos en la Europa del Sur, esto es, la transición del capitalismo al socialismo. A pesar de la crisis estructural del capitalismo financiarizado; a pesar del auge general del descontento popular respecto a las políticas de regresión social impuestas por los diversos gobiernos, ya sean de auténtica derecha o de la llamada izquierda, para resolver esta crisis sin tocar los privilegios de las clases poseedoras; a pesar del descrédito creciente de los dirigentes políticos en el poder o en la oposición debido a la corrupción de algunos y la incapacidad de muchos; a pesar de todo ello, hay que admitir que la transición hacia «un otro mundo posible», por retomar el slogan de aquellos que se llaman, con razón o sin ella, «altermundialistas», no es un asunto de actualidad, ya que, en el mejor de los casos, la alternativa que éstos u otros proponen es otro mundo capitalista, no un mundo otro que capitalista.

Pero no tenemos por qué quedarnos pegados a esta constatación. En efecto, lo que no es de actualidad puede volver a serlo. Como apuntaba Rosa Luxembourg, «la revolución no parece nunca más imposible que en vísperas del día en que estalla». Y lo menos que se puede esperar por parte de un intelectual que se pretende «anticapitalista», es una reflexión acerca de los medios para adelantar la llegada de ese día. Ni que decir tiene — aunque sea mejor que lo diga — que esta consideración de plazo temporal debe ser entendida en un sentido metafórico. Aprendiendo del pasado, los militantes anticapitalistas de hoy saben ya que una revolución no puede ser una «gran noche» en la que el capitalismo sea abolido de un golpe como por arte de birlibirloque. Pero esto no significa que no pueda haber una revolución, es decir una transformación radical de las relaciones sociales que ponga fin a un sistema social inicuo.

En el campo de la investigación, de la enseñanza urbana o aun del urbanismo, que es el nuestro, la tarea que nos incumbe no es solamente reanudar el pensamiento crítico radical, sino también explorar las vías para que este pensamiento no sea políticamente estéril. Se puede adivinar ya a qué transición me estoy refiriendo: la transición de la teoría a la práctica. Una transición delicada, sin duda, ya sea en el plano intelectual o en el psicológico, y también en el plano profesional, que es imprescindible. ¿Para qué sirve efectivamente el retorno de un pensamiento crítico radical sobre lo urbano si no deja impacto en la realidad social de la ciudad? ¿Por qué criticar la urbanización capitalista, si eso no desemboca en una puesta en tela de juicio efectiva, es decir en los hechos y no sólo en las palabras, del modo de producción de la que es producto este tipo de urbanización?

Desde este punto de vista, las críticas de las que ésta ya ha sido objeto, así como las propuestas, todas ellas «razonables», de los que en otro tiempo eran llamados «reformistas» por oposición a los «revolucionarios», son mucho más coherentes, aún siendo — o precisamente porque son— superficiales, ya que influyen a menudo sobre las decisiones tomadas por el Estado central o sus escalones locales en materia de política urbana. Digo los «llamados reformistas» para referirme a los expertos «moderados» que eran y siguen siendo más bien reformadores, ya que su preocupación, como la de los políticos que aconsejan, es mejorar el sistema capitalista — aliviar su dominio — a través de reformas que lo preserven de revueltas o revoluciones, y no pasar gradualmente y pacíficamente del capitalismo al socialismo por medio de otro tipo de reformas mucho más profundas (y también mucho más conflictuales), tal como pretendían los partidos social-demócratas clásicos, realmente reformistas, cuando todavía estaban en fase con el movimiento obrero, antes de traicionarlo.

Muy representativo de la corriente reformadora, mi viejo amigo y contradictor, el geógrafo Horacio Capel Sáez, catedrático de la Universidad de Barcelona, me reprocha, además de mi afición — innegable, lo confieso — a la polémica, que yo adopte un punto de vista «extremista» que, si puede presentar según él, algún interés para la discusión teórica y aún científica, padece de un handicap capital : nunca abre un camino para «soluciones concretas». Para H. Capel, no se trata sólo de una contradicción teórica, paradójica entre gentes que, como yo, se dicen guiados por el materialismo histórico y no son capaces de traducir sus ideas en propuestas de acción «sobre el terreno», lo que autoriza a Capel a criticar mi «falta de realismo» y a calificarme incluso de ¡idealista! A ojos de H. Capel, la contradicción se manifiesta también en el plano estratégico: «¿Cómo ustedes —los «izquierdistas»—, me pregunta, pueden movilizar la población y, en primer lugar, a las clases populares si no les indican, para debatir con ellas y no para imponerles, objetivos precisos y vías plausibles para alcanzarlos?». A esto, añade una última objeción: ¿han reflexionado al menos sobre lo que podría ser, por lo menos a nivel de los principios, un espacio urbano alternativo a aquel producido por el capitalismo, es decir socialista?

A falta de poder contestar a estas cuestiones —que son también las que yo me planteo, aunque nuestras concepciones acerca del porvenir deseable de nuestras sociedades sean muy distintas cuando no opuestas—, es posible, al menos, reflexionar acerca sus implicaciones sobre la acción, ya que no es posible limitarse y complacerse en el teoricismo. El «análisis concreto de una situación concreta», por citar una recomendación muy querida de Lenin, debería tener siempre como horizonte la transformación de esa situación.

A riesgo de parecer provocador, yo diría que la crítica radical de la urbanización capitalista no puede constituir un objetivo en sí. Marx se burló en su época de los «jóvenes hegelianos de izquierdas», incapaces de romper con la propensión al idealismo filosófico y a la arrogancia teoricista propias de la casta de los intelectuales profesionales, escribiendo un pequeño panfleto subtitulado Crítica de la crítica crítica [1]. Él mismo, que también había puesto por subtítulo a El Capital, la obra mayor que no llegará a terminar, Crítica de la Economía Política, consumía paralelamente una buena parte de su tiempo y de su energía en articular esta crítica teórica con su puesta en práctica, es decir en organizar el movimiento obrero para luchar contra el capitalismo.

Dicho de otra manera, la crítica radical del orden urbano, necesaria e incluso imprescindible en una perspectiva de emancipación colectiva, no es suficiente. Es solo un medio, no un fin. No obstante, desgraciadamente, esto es algo que parecen olvidar la mayoría de los teóricos marxistas actuales cuyo compromiso político no sobrepasa los límites de los recintos universitarios y de otros lugares anejos reservados a la gente letrada, salvo para ir de vez en cuando echar una papeleta en una urna con ocasión de una «consulta» electoral.

En el panorama reciente de renacimiento de la teoría crítica radical en Francia, el sociólogo francés Razmig Keucheyan plantea, a guisa de conclusión, la cuestión de fondo: la del corte, por no hablar de foso, entre la reviviscencia de un pensamiento anticapitalista en ciertos círculos universitarios y el auge de movimientos populares en varios frentes [2]. Ahora bien, la segregación socio-espacial entre el pequeño mundo de los doctos, donde ese pensamiento empieza a hacer su reaparición, y el resto del vasto mundo social donde surgen los segundos, quizás guarda lazos, a pesar de la «democratización» de la enseñanza superior, con la clara desconexión que se puede observar entre la reciente renovación del pensamiento crítico radical y las turbulencias sociales de estos últimos años. Esta desconexión no es exclusiva de los campus estadounidenses, por más que sea más marcada allá que en nuestros países. En Francia también, como apunta Keucheyan, «las universidades o los institutos de investigación y sus inquilinos tienden, debido a su carácter elitista, a estar cortados socialmente y espacialmente del resto de la sociedad» [3], incluso cuando tal o cual fracción popular en efervescencia, incluso bajo la forma de «movimientos sociales» o de «violencias urbanas», queda constituida en «objeto de estudio» para algunos sociólogos o politólogos neo-pequeño-burgueses que se proclaman «solidarios» ante quien acepta escucharlos, sin que por ello se produzca de su parte un compromiso en debida forma en el terreno de la lucha.

En un artículo incisivo y reciente en el que deploraba la ausencia de lazos entre «manifestaciones populares y análisis eruditos», un periodista progresista francés se preguntaba sobre los medios para «conjugar cultura erudita y cultura política» . Pero parece que no se hacía excesivas ilusiones. «Organizar las masas, trastocar el orden social, tomar el poder aquí y ahora: estas problemáticas comunes a los revolucionarios» de los dos siglos pasados son «insolubles en la investigación universitaria –suponiendo que algún día encontrasen en ésta su lugar». La lectura de los artículos o libros de los representantes más destacados del pensamiento crítico «radical», en particular en el ámbito urbano, da la razón a esta apreciación.

El caso de David Harvey ilustra perfectamente —y lo mismo se podría decir del sociólogo estadounidense Mike Davis— el callejón sin salida en que se encuentra hoy en día el pensamiento crítico radical cuando se enfrenta a la famosa cuestión que Lenin —una vez más— formuló y desarrolló en un pequeño libro publicado en 1902 y que llevaba por título «¿Qué hacer?». De manera general, aunque Harvey es prolijo cuando celebra de antemano el auge de una verdadera civilización urbana radicalmente diferente de aquella producida por el modo de producción capitalista, resulta vago y huidizo acerca de los medios que permitirían hacerla nacer. Se contenta con evocar ritualmente los «movimientos de ciudadanos» que se oponen o reivindican, y los «espacios de esperanza» constituidos por los lugares alternativos donde se experimentan otras maneras, que Harvey califica de «utopianas», de practicar el espacio urbano. Con todo, hasta ahora, ni unos ni otros han logrado impedir que siga imponiéndose la lógica de clase que viene orientando la urbanización, sino, todo lo más, de manera puntual, superficial y efímera, y, lo más a menudo, desde una posición defensiva.

Por cierto que Harvey, al final de su artículo sobre el derecho a la ciudad, reitera que es «imperativo trabajar en la construcción de un movimiento social amplio para que los desposeídos puedan tomar el control de esta ciudad de la cual están excluidos desde hace tanto tiempo». Incluso llega a concluir, siguiendo a Henri Lefebve, que «la revolución tiene que ser urbana, en el más amplio sentido de la palabra, o no será» [4]. ¿Y qué más? Si estas palabras tuviesen un sentido diferente del retórico, dejarían entender que la apropiación popular efectiva del espacio urbano y «el poder colectivo de remodelar los procesos urbanización», que definen el derecho a la ciudad según el mismo Harvey, no se harán sin violencia, es decir, sin que los poseedores se resistan económica e institucionalmente, a través de los medios de comunicación y, en última instancia, de forma armada por medio de sus llamadas «fuerzas del orden». Es ilusionarse, en efecto, suponer que los poseedores se dejarían despojar pacíficamente del poder de conformar la ciudad a su antojo y según sus intereses. A este respecto, y aún a riesgo de escandalizar a algunos, no se puede dejar de recordar la famosa advertencia del presidente Mao Ze Dong, a saber, que «la revolución no es una cena de gala».

Claro que Harvey habla de «confrontación» entre poseedores y desposeídos, y dice que «las metrópolis se han convertido en el punto de colisión masiva de la acumulación por desposesión impuesta sobre los menos pudientes por y el impulsión promotor que pretende colonizar espacio para los ricos». Harvey llega incluso a preconizar una «lucha global, principalmente contra el capital financiero, ya que ésta es la escala a la que actúan en la actualidad los procesos de urbanización» y añade una pregunta que puede parecer provocativa en estos tiempos de consenso: «¿nos atrevemos a llamarlo lucha de clases?» Yo lo considero, sin embargo, más bien prudente, aún si no es ésta la opinión del autor.

¿Quien afirmó, pública y triunfalmente, en varias ocasiones: «Hay una guerra de clase, pero es mi clase, la clase de los ricos, quien tiene declarada esta guerra, y estamos a punto de ganarla»? Warren Buffet, una de las mayores fortunas del planeta [5]. De hecho, hay que admitir que, en el frente urbano, quien detenta «el poder de remodelar los procesos de urbanización», por retomar la formulación de Harvey, es la burguesía, ahora transnacionalizada, que está efectuando, a través de los poderes centrales y sobre todo locales, con sus equipos de urbanistas y arquitectos, una reestructuración y un reordenamiento permanentes de los territorios urbanos, a la par de las transformaciones de la dinámica capitalista.

En una entrevista realizada a David Harvey en octubre 2010 [6], le hice la siguiente pregunta: «¿Cree usted que las clases dirigentes que, hasta hoy, tienen el « poder de actuar sobre las condiciones generales que determinan los procesos urbanos », aceptarían dejarse despojar de este poder sin reaccionar? Ya que semejante perspectiva implicaría que fuesen también despojadas de antemano de su poder de actuar sobre las condiciones generales que determinan tanto estos procesos urbanos como muchos otros y, por lo tanto, de su poder económico y político; dicho con otras palabras, ¿aceptarían buen grado, finalmente, dejar de ser clases dirigentes? ¿No es esto un sueño, por no decir una hipótesis irrealista y absurda? «No puedo contestarle», me replicó Harvey. «¿Por qué?» le pregunté. «Porque eso es una cuestión que nunca se me ha planteado», respuesta que dice todo sobre el tipo de interlocutores con los que D. Harvey está acostumbrado a discutir. ¿Está la «revolución urbana» condenada, por el momento, a ser sólo un tema de debate académico?

La ventaja de este encerramiento del pensamiento crítico radical, en particular sobre lo urbano, en lugares selectos y selectivos es de carácter negativo: no contribuye a «racionalizar» la dominación en las dos acepciones del término: a hacerla a la vez más eficiente y más legítima.

Pero esto es también su límite. Su «espléndido aislamiento» deja, en efecto, el campo libre a una «crítica de acompañamiento» que, con más o menos éxito, contribuye a reforzar el dominio del capital sobre los territorios urbanos y sus habitantes, ya que la mayor parte de la investigación urbana está, como exige su función, directamente o indirectamente ligada a la reproducción social a través de los poderes públicos que la financian, la orientan y la organizan. Es, por tanto, lógico que, en las «interferencias crónicas entre investigación, Estado (central o local) y movimientos de ciudadanos» [7], el pensamiento crítico radical casi no encuentre lugar, sobre todo si los portavoces de éste ne se esfurezan en buscarlo sin equivocarse de interlocutores. Lo que lleva a tocar el tema del compromiso político.

El tema del compromiso es uno de los que resultan relevantes en este momento, en especial en las ciencias sociales y en la enseñanza de la ciudad, pero también, en cierta medida, y con ciertas precauciones (o cierta prudencia), en las profesiones directamente implicadas en la política urbanística. La solución fácil adoptada por muchos es separar vida ciudadana y trabajo intelectual; pensar como científicos o, por menos, como especialistas y actuar como ciudadanos «normales» de una «ciudad normal». ¿No sería preferible, al menos para la gente que alardea de convicciones progresistas, pensar como pensadores «anormales», es decir algo disidentes y actuar como ciudadanos de una ciudad considerada más bien como normalizada, presentando a otros ciudadanos que, por supuesto, en su mayoría no son especialistas, no sólo objetivos sino también propuestas concretas sobre la posibilidad de utilizar normas y planes de urbanismo y aún de imaginar otros, si hace falta? Esto significa romper con la ideología cientifista de la seudo «neutralidad axiológica» y su pretensión de no sé qué «objectividad» que postula una separación de principio entre lo que compete a la ciencia — entre comillas — y lo que compete a la política.

¿Que tiene esto como conscuencia? ¿Precisamente, como conciliar nuestra actividad profesional con nuestro compromiso político? Dos direcciones opuestas se ofrecen a nosotros : la primera, colaborar, concientemente o no, en la reproducción esas relaciones, como requieren nuestro puesto y nuestra función — en nuestro caso encalidad de especialistas de lo urbano — en el seno de nuestras sociedades, como «agentes-actuados» por nuestras determinaciones de clase; la otra, por el contrario, trabajar para revolver esas relaciones, erigiéndonos como actores políticos concientes y resueltos a no desempeñar el papel socialmente asignado. Ahora bien, sin abordar el tema que discutiremos mañana en la mesa de debate — la reproducción de las relaciones de producción capitalistas a través de la urbanización—, hay que saber que éstas son movidas por la dialéctica de la inmutabilidad y del cambio, porque «el capitalismo puede mantenerse solamente si se transforma» (la famosa «destrucción creadora» participa de este proceso contradictorio).

La «normalización» de la vida ciudadana entra precisamente en este proceso, ya que consiste en recuperar y neutralizar los puntos de ruptura nacidos de las protestas y reivindicaciones populares para transformarlos en elementos «innovadores», «cambiando la ciudad» para no tener que cambiar de sociedad. Por tanto, los reformadores entran, lo admitan o no, en esta dialéctica, mientras que, por el contrario, los revolucionarios se esfuerzan en sobrepasarla haciendo que el cambio sea «radical» para, con ello, romper la continuidad.

Desde este punto de vista, «hacer una ciencia comprometida con los problemas sociales» para «poner en marcha proyectos científicos solidarios y, a ser posible, en colaboración», como recomienda el amigo geógrafo ya mencionado, supone, de antemano, que no nos llamen a equívoco en cuanto a la significación de esta solidaridad y esta colaboración. Horacio Capel propone una visión humanista y consensual, como deja entender su ideal de «ciudad construida en colaboración y en solidaridad, desde el diálogo y la participación». ¿Solidaridad y colaboración con quién? ¿Solamente con los grupos sociales con quienes ya nos toca trabajar «normalmente», es decir profesionalmente? «El diálogo, la participación, la negociación, el acuerdo», tales son las consignas que vienen a la mente de Horacio Capel para «debatir ampliamente las ideas sobre el orden social que imaginamos». Dicho de otra manera, todo salvo el conflicto y el enfrentamiento. En estas condiciones, es muy probable que el orden social imaginado no sea más que una versión «mejorada» del orden burgués que conocemos.

En efecto, si se da la rienda suelta a los neo-pequeño-burgueses, éstos no podrán nunca imaginar un orden social — y, por tanto, urbano — diferente del que los hace existir como tales y del que se benefician. En consecuencia, si no esto lo que queremos, podemos (debemos) concebir de otra manera la colaboración y la solidaridad: colaboración y solidaridad con las clases populares, lo único que merece el sello de «progresista».

Esto implica, en primer lugar, desde luego, un resurgimiento de los movimientos populares, lo que no es, como es sabido, el caso actual. Sin embargo, es también sabido, y los acontecimientos recientes del otro lado del Mediterráneo acaban de demostrarlo, que la resignación y la pasividad de los pueblos no son eternas. Concebir de otra manera la colaboración y la solidaridad en lo que a la política urbana se refiere implica también desolidarizase parcialmente de nuestra propia clase, es decir, de rechazar o, al menos, desviar la función que nos es asignada socialmente, antes aludida, de intermediarios de la dominación. Esto es, en todo caso, lo a que yo me dedico desde hace décadas.

Terminaré con una cita del sociólogo Henri Lefebvre que me parece no haber perdido nada de su valor en el transcurso de los años: «La crítica radical tanto de las filosofías de la ciudad como del urbanismo ideológico es indispensable en el plano teórico y en el plano práctico. Y puede ser considerada como una operación de salubridad pública».