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Jean-Pierre Garnier
La investigación urbana francesa en la encrucijada : ¿ nueva orientación o alineamiento ?
Artículo puesto en línea el 17 de julio de 2010
última modificación el 8 de junio de 2010

Se finge olvidarlo: los objetos de investigación centrados en las relaciones entre espacios y sociedades siguen siendo, hoy como ayer, casus belli, si bien las luchas que desencadenan están más silenciadas (feutrées) que nunca por razón del clima ideológico “apaciguado”, es decir, consensual, propio del tiempo presente en Francia. Retomando el epíteto con el que el historiador británico Perry Anderson gratifica a la producción intelectual francesa de las últimas décadas, puede decirse que aquí triunfa el “pensamiento tibio” [1]. Éste se caracteriza por una insipidez en fase con una determinada coyuntura ideológica y política marcada por el reflujo y posterior desaparición de la “contestación”, y que es fruto de la adhesión al capitalismo vergonzosa y des-acomplejada de la izquierda oficial y de la pequeña burguesía intelectual que en ella se reconoce al tiempo que se desconoce como tal.

Por esto, hoy aun más que ayer, parece que una alternativa debería imponerse para quien se interrogue por el devenir del mundo urbano contemporáneo : ¿la tonalidad crítica respecto al orden establecido, imagen de marca de la investigación urbana de principios de los años 70 en Francia deber ser finiquitada en beneficio de una aproximación a los fenómenos espaciales que se autodenomina “ desideologizada ” y que postula la neutralidad como garantía de “cientificidad ”? O, por el contrario, ¿convendría volver a tomar una posición distanciada frente a teorías, diagnósticos y preconizaciones pretendidamente científicas que emanan de círculos de investigación donde resulta ya impensable la reflexión no subyugada por los desiderata de los poderes establecidos?

En el primer caso, se trataría de plegarse, tanto en las temáticas como en las problemáticas -por no hablar de su tratamiento-, a los requisitos y normas vigentes en eso que se denomina convencionalmente la “ comunidad científica ”, todo ello con el fin de lograr un mayor reconocimiento con el que ganar legitimidad y popularidad entre los pares, y de conseguir apoyos materiales y simbólicos con el horizonte de dar efectivamente en concesión la investigación a los encargos institucionales. En el segundo caso, sería importante preservar una cierta distancia tanto teórica como práctica respecto de las solicitaciones o presiones en el sentido de hacer de la investigación algo “útil” a aquellos que están en condiciones de utilizarla en su propio provecho, es decir, a los poderes públicos o privados, y esto para que la independencia autoproclamada del investigador sea algo distinto de un servilismo negado; para que los temas tabú puedan ser abordados; las cuestiones prohibidas, planteadas, y los conceptos en boga, discutidos y eventualmente reconstruidos.

¿Hay que precisar que la elección entre estas dos opciones es política?
La vía que ha tomado la investigación urbana francesa, salvo excepciones, es la de la facilidad, que es también la de la docilidad. Consiste, en pocas palabras, en poner música “científica” a los discursos de acompañamiento –por no decir de aprobación- del devenir espacial del mundo capitalista. Esto se adereza, claro está, con algunas críticas aquí y allá que apuntan a las “disfunciones” o los “riesgos”, pero sin cuestionar ni arrojar ninguna luz sobre las estructuras y los mecanismos, puesto que de lo que se trata es precisamente de ayudarles a reproducirse y funcionar mejor. Decimos vía de la facilidad porque, con la caución de autores influyentes que sostienen teorías en el viento, viene de nuevo a apoyar los lugares comunes probados del pensamiento conforme. Sólo quedaría, pues, obrar resueltamente al remate, ya muy avanzado, de la conversión de la investigación urbana en ciencia del gobierno o, mejor, de la “gobernanza”, por adoptar la novlangue de gestión que ha empezado a invadir, junto con la ideología “empresarial” que vehicula, un medio que pasaba erróneamente por inmunizado contra las conminaciones que provenían del ámbito económico.

En esta domesticación libremente consentida, se daría un paso más con una cooperación – los atrasados dicen “colusión” — prometedora: la “asociación de la investigación en ciencias sociales y la empresa”. Para tener una muestra de dónde esto podría desembocar en el ámbito urbano, basta mencionar un ejemplo entre otros muchos: una “exposición” abierta al público en una escuela de arquitectura parisina en 2007, patrocinada por algunas firmas. Titulada “La calle es nuestra”, celebraba la “reapropiación colectiva del espacio público”… gracias a su colonización por actividades comerciales de los conglomerados de la distribución. Implicando a sociólogos codo con codo con arquitectos, urbanistas y paisajistas, la colaboración público-privada funcionaba a todo gas en este show mercantil: de un lado, el mecenazgo de los comerciantes de sopa seducidos por las repercusiones publicitarios de la operación; del otro, el “mercenariado” de investigadores con prisas por ir a la sopa bajo la forma de eventuales intervenciones lucrativas en seminarios o “jornadas de estudio” financiadas por los anteriores.

¿Signo de los nuevos tiempos ya mencionados? La muy usada coartada de la cientificidad regresa con honores para servir de arma de disuasión de los puntos de vista inconformes, como si no supiésemos que, por más científicos que sean, los debates sobre “cuestiones sociales” mezclan de manera inextricable ciencia e ideología – y no sólo en la elección de las nociones y los conceptos utilizados- y que las ciencias sociales no se libran — por usar una lítotes- de presupuestos o prejuicios de orden ético, filosófico o político, esto es, de ideas preconcebidas inspiradas directamente por el oportunismo. Una muestra particularmente representativa sería la presentación por el departamento “Hombre y sociedad” del Centro Nacional de Investigaciones Científicas de las “claves para construir una ciudad más sostenible ” [2].

Forjadas por algunos investigadores sumisos, estas claves abren las puertas de un verdadero reino encantado: “Devolver la ciudad al hombre”, “Un techo para todos”, “Ningún barrio para los guetos”, “El final del todo automóvil”, “Hacia la ciudad verde”. La prosa que describe a grandes rasgos las diversas facetas de esta “ciudad renovada” no es menos de color de rosa (o de verde). Sería casi como “Hoy no fío, mañana sí” si no fuese porque, a semejanza del Magic Kingdom de Disney, esta “ciudad radiante” new look está regida más que nunca, aunque sea implícitamente, por una “economía de mercado” que se postula como perenne. Por más que disguste a la cohorte de expertos vasallos contratados para contar maravillas científicamente, no sería difícil demostrar, como ya han hecho investigadores de otros países, que la continuación del desarrollo urbano capitalista a lo largo de las décadas venideras, en cualquier caso y por muy “equilibrado, solidario y responsable” que sea, como reza uno de las consignas de estos oficiantes, resulta insostenible en todos los sentidos de la palabra.

Es inacabable la lista de nuevos lugares comunes en el sentido aristotélico del término (nociones o tesis con las que se argumenta pero sobre las que no se argumenta) que sirven de sustrato teórico al modo legítimo de pensar hoy científicamente el espacio. Deben lo esencial de su capacidad de convicción al prestigio de los lugares de los que emanan y al hecho de que, como señalaba el sociólogo Pierre Bourdieu, circulando en flujos tensados por un mundo también “globalizado”, “están presentes por todas partes al mismo tiempo y en todas partes son poderosamente retransmitidos por las instancias pretendidamente neutras del pensamiento neutro”. Planetarios, mundializados, estos lugares comunes se han convertido en un sentido común universal del que se han impregnado incluso investigadores que hacen profesión de “reflexividad”.
Si pasamos del plano ideológico al práctico, es de temer que la preocupación académica y burocrática por regularizarse ante la “comunidad científica” termine saldándose no sólo en un cerrojazo sistemático a todo pensamiento que rompa con la doxa sino también en el reinado del compadreo con los “correligionarios”, el intercambio de servicios y favores, y un aplanamiento servil ante los caciques y mandarines que pilotan la investigación urbana desde los despachos ministeriales o desde sus cátedras.

No falta quien objete, contra lo que acaba de ser dicho, que un principio cardinal continúa prevaleciendo en el mundo de la investigación: el pluralismo, noción consensual por excelencia que, sin embargo, se entiende de manera bastante estrecha. Ciertamente, la diversidad de puntos de vista es bienvenida, pero no su oposición frontal y, menos aun, su total incompatibilidad. Hay límites que no se deben franquear. La radicalidad crítica choca con los umbrales de la tolerancia… o de la intolerancia que, estando implícitos, se hacen visibles cuando ese tipo de crítica se manifiesta.

Ritualmente reivindicada, la autonomía de la investigación también se convierte en objeto de una interpretación restrictiva, por no hablar de su práctica efectiva. Mientras que la dependencia respecto de las directrices estatales, ya sean directas o dadas a través de diversos dispensarios, debería contradecir en buena medida esta reivindicación, no parece, no obstante, que sea percibida como tal contradicción. De hecho, se le elogiará por trasmutar en problemáticas científicas temáticas ideológicas, incluidas las provenientes de los comanditarios de la investigación, o por transformar las cuestiones de quienes toman las decisiones en “cuestionamientos de investigadores”. Sin embargo, surge – o debería surgir — una vez más aquí la cuestión de los límites que no se deben franquear, es decir, en este caso, la del margen de libertad dada al investigador o que éste se arriesga a concederse.

Se habrá comprendido que, a fin de cuentas, lo que importa antes que nada es mantener la relación de complicidad que une a todos los que están en el juego, esa relación de connivencia y complacencia e indulgencia mutuas que se ha convertido en la regla en el funcionamiento ordinario del entorno intelectual, en general, y científico, en particular. Aunque la omertà haya sido también impuesta sobre este asunto, es notorio, como se complace en poner de relieve una vez más Pierre Bourdieu que “rechazar los beneficios de la conformidad y del conformismo que vencen espontáneamente a quienes son espontáneamente conformes” es querer presentarse como “un camorrista, un patán indecente, un traidor vendedor de mecha”, en síntesis, alguien que impide debatir y evacuar las cuestiones de fondo, siendo esto una falta a la conveniencia que será tanto menos perdonada cuanto más hace evidente que la neutralidad axiológica es “una falsa neutralidad hipócrita identificada erróneamente con la objetividad científica”. Sólo queda saber si es preciso o no ceder a la intimidación y dejar a otros la iniciativa de decidirlo.